viernes, enero 04, 2008

A propósito de "Fracturas de la memoria", de Nelly Richard

Una lectura mexicana


La publicación de Fracturas de la memoria, libro de la chilena Nelly Richard que reúne algunos de sus trabajos durante casi una década,[1] señala que hay vuelta de página en el terreno de las reivindicaciones de la memoria colectiva de las experiencias de violencia de estado de las últimas décadas en la región. Una vuelta de página que no apunta hacia formas de olvido en pos de la celebración de consensos superadores (como sería deseable desde perspectivas conservadoras), sino que produce reflexiones críticas hacia los trabajos de la memoria de estos años. Se trata de una discusión sobre la manera y los alcances temáticos más comunes conque las sociedades latinoamericanas han reconstruido su pasado; así, repeticiones y olvidos parecen detenerse un momento en su batalla por inscribirse, y dejarse someter para un análisis de alcances éticos, estéticos y políticos.[2]
El trabajo de Richard sobre las batallas de sentido libradas durante y después de la dictadura de Pinochet en Chile, es útil para pensar en los actores sociales en los que la memoria de los años traumáticos se encuentra fragmentada, así como en las múltiples formas en que ésta adquiere discurso y a su vez se presta como material para producir más y mejores operaciones sobre el pasado. El texto cumple además con producir (aunque este no parece uno de sus objetivos) una valoración de las características que esta batalla de sentido aún tiene, para una sociedad particular, dentro de las sociedades latinoamericanas tras los años de los crímenes de Estado, después de las supuestas transiciones democráticas en tiempos de instauración neoliberal.
Desde nuestra perspectiva, este trabajo señala además, la ausencia de descripciones sobre los usos y discursos de la memoria en las últimas décadas (una señal para quienes se sientan aludidos por el escaso desarrollo teórico y crítico sobre otras experiencias violentas). Con sus usos de la Escena de Avanzada en Chile,[3] Richard rápidamente muestra una de las posibilidades de discutir las versiones dominantes del pasado. Así, más que anteponer una versión a las dominantes del pasado, Richard busca desplazar la atención hacia formas más complejas del discurso colectivo que las que aparecen reflejadas en el duopolio performativo de los medios y el poder.[4]
Aunque las producciones artísticas durante la dictadura -incluyendo las acciones feministas-[5] parecen tan específicas como las características históricas de la transición política chilena (con el curioso consenso de la normalización democrática con su itinerante senador vitalicio)[6], no cuesta establecer algunos puntos de contacto desde otras experiencias latinoamericanas. Richard ofrece un conjunto de conceptos para pensar operaciones en la memoria, así como el registro mismo de algunas contorsiones discursivas, así el propio cruce entre los esfuerzos retentivos[7] y los que buscan destejer el propio discurso de la memoria (con tecnologías del olvido incluidas[8]). El caso mexicano tiene bastantes elementos para pensar en la construcción del pasado que Richard ve en la versión ritualizada, indolente y con poca densidad,[9] conque el trauma colectivo se presenta como acontecimiento resuelto y en virtud de la necesidad de dar vuelta la página.[10]
No le ha sido fácil a los historiadores mexicanos comprender las operaciones de la retórica revolucionaria mientras se abandonaban en la práctica los ideales sociales. El descalabro de sentido, con sus repeticiones y borramientos (que Richard ve en el Chile de la transición), invitan a atender a las transformaciones en el lenguaje que una operación como ésta se produjo en la vida política mexicana a partir del gobierno de Miguel Alemán.[11] Esto a su vez, serviría para presentar el confuso panorama conceptual que en el presente (que no es la actualidad, dice Richard) domina el escenario. Y desde allí, no está de mal perder de vista, que buena parte de la retórica pública mexicana huele, como dice Richard, a presente trucado.[12] A mi juicio, esta operación en el lenguaje y la memoria, iniciada a mitad del siglo pasado, tiene un punto de inflexión en 1968. Ese carácter de punto de inflexión, de momento bisagra, supone un interés adicional a mi esfuerzo por describir las características de una versión oficial.[13] El análisis de la novela “El Móndrigo”, escrita en 1969 por la Dirección Federal de Seguridad, es un ejemplo extremo de las posibilidades oficiales, que se antoja invertida a los esfuerzos teatrales y literarios de la Escena de Avanzada chilena.

En la escena local deben operarse otros desplazamientos (no necesariamente del tipo que Richard intenta con el análisis artístico) ante los dos relatos que pugnan por dominar la visión del pasado violento. Hay dos hechos que pueden pensarse a partir de la reflexión del caso de Chile, para analizar desde dónde producir desviaciones en la lectura y reconstrucción de la historia de México. En primer lugar, la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (femospp) y su funcionamiento durante la segunda mitad del gobierno de Vicente Fox permitió instalar con fuerza y por algunos meses un debate sobre cómo resolver las deudas criminales del Estado. Algunas derivaciones de este proceso, como la detención domiciliaria de Luis Echeverría (aún cuando no posee las dimensiones del accidente Pinochet),[14] presentó una primera ruptura del silencio oficial sobre las responsabilidades del estado en las masacres de los años sesenta y setenta. El segundo hecho es hipotético: el recuerdo de los cuarenta años de la masacre de Tlatelolco, que se celebrará en 2008. Es posible que los alcances del primer acontecimiento institucional, pese a su fracaso estrepitoso en materia jurídica, pueda contribuir a potenciar y a mejorar la lectura de la masacre. Sólo que está por verse cómo.
Richard produce otra invitación (y como estamos pensando en líneas de reflexión o investigación) y vamos a ella.. Richard presenta cuatro versiones en los dos momentos discursivos de que estaría compuesto el caso de Chile: por un lado, del discurso antidictatorial durante el gobierno militar y de su recuperación parcial y posterior en manos del gobierno de la Concertación; enfrente (o junto) a estos, el de las instituciones del golpe pinochetista y el de la máquina semántica del capitalismo neoliberal que acompaña aún a la Concertación. En estas cuatro formas se presenta una escisión que habría permitido la reencarnación de algunas vertientes de una versión en otra. Es decir, el camino de una región del discurso antidictatorial, a la deslavada del consenso de la Concertación, y la del gobierno militar que saltó en defensa de la burguesía, a la que hoy sostienen los medios del empresariado neoliberal.[15] Esta escisión que retuerce los discursos previos para articular un nuevo pacto, tiene un epicentro: el cambio de gobierno en 1990.
En el periodismo mexicano ya hay huellas de desconfianza en las contorsiones del discurso dadas a partir de otra fecha (para seguir lo que Paz ve primero en la década de los cuarenta, y tras la masacre de 1968)[16]: se trata del traspaso del poder presidencial en el año 2000, que vendría a cerrar siete décadas del régimen de partido único. Presentado así por el discurso oficial postpriísta (como que formaba parte del discurso antipriísta), el año 2000 cobró aires de transición democrática. Los historiadores del sistema político nacional que nunca vieron esas siete décadas a partir de las simplificaciones contraoficiales y luego oficiales, ahora pueden reseñar a éste junto a otros momentos de torsión del discurso oficial para establecer torsiones de impacto presupuestal, por ejemplo. Yo he creído que sólo una explicación menos condescendiente con las ideas que rodean a la noción de democracia (presentada primero como ampliación, y luego reinventada en los hechos como alternancia de consenso del poder… hacia la derecha) podrá, cuando se produzca una transición más convincente, enfrentar las simplificaciones de las actuales versión contraoficiales.

Ensayaré algún porqué. Richard pide escuchar mejor las formas de enunciación de los sujetos (ya no como revelación testimonial) porque en su experiencia y en su interpretación del pasado se encuentran las armas para cuestionar un consenso (como los pactos nacionales en general) hecho de olvidos imperdonables.[17] Quiero pensar en consecuencia, a la versión oficial de la masacre de 1968, no para entender mejor la masacre, sino para cuestionar con mejores armas el consenso democrático que la izquierda de partido pactó con este estado a partir de una visión menos inocente de éste. Especialmente, porque si la izquierda partidaria llega al poder por el camino diseñado de consenso electoral, veremos, como ya ha visto claramente Richard para el caso chileno, un nuevo momento de torsión ideológica de proporciones. Una visión más clara de lo que implica una operación en la memoria presentará (con todas las sospechas confirmadas), que también la versión contra oficial tendrá un talón de Aquiles en su carácter de antítesis, algo que puede restarle no sólo densidad ética, sino que encarna en sí, un regreso museográfico al pasado problemático. Se trata de mostrar cómo esto vuelve a una parte del territorio dominado por las posiciones “radicales”, funcionales a la lógica del consenso de la apertura democrática. Y en este punto, para señalar los espacios de los olvidos que entran en la lógica del consenso, que al restarle densidad al dolor (como dice Richard) también coloca en un segundo plano sus repercusiones éticas y reduce el tamaño de las deudas con el pasado a un primer círculo de víctimas: los que sufrieron la violencia personalmente, mientras se eclipsa la torsión de fondo y los impactos en los sectores sobre los que se inscribían los cambios capitalistas (cuyo segundo círculo lo constituyen los pobres).
Las acciones tomadas por los gobiernos priístas para encubrir su desempeño violento, que pueden hoy verse en el caso de 1968 con cierta claridad argumentativa, presentan además una visión sobre el tipo de transformación que debe operarse en el sistema político del país, más allá de lo que puede circunscribirse desde la noción de democracia como alternancia. El giro dado por la clase política agrupada junto al presidente después de Tlatelolco, podría segmentarse en cuatro movimientos importantes: renovación del viejo discurso revolucionario acercándolo a las guerras de liberación nacional[18] y a la vez un perfeccionamiento del sistema de seguridad interno para aniquilar a la disidencia (un nuevo esquema de acciones militares y civiles clandestinas), la creación de una máquina semántica (productora de documentales “periodísticos”, novelas anónimas y revelaciones históricas) y la lenta aceptación en la lucha por el poder de la izquierda partidaria en la medida en que esta fuera capaz de aceptar y comprender las dimensiones y límites del ascenso por una vía única, de consenso.[19]
Esta combinación es amplia para ser presentada en un párrafo. Pero su centro calmo de huracán (ahora que andamos familiarizados de la jerga meteorológica entre tanto natural desastre) es la masacre de Tlatelolco. La masacre tiene elementos comunes a otras y sólo la hace especial la batalla de sentido que despierta, una batalla incluso capaz de opacar la denuncia de crímenes, que por sistemáticos, deben considerarse peores. Y es el empeño oficial y su penetración en la memoria colectiva a través de diversas formas de enunciación (muchas de ellas artísticas) lo que presenta aspectos más complejos de nuestra visión de la política mexicana de aquellos años. Se trata de desviar el relato del polo victimario de que enfrentó a un sistema brutal, en tanto esto se entienda con el recurrente retrato simiesco y con garrote del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Debemos tratar de entender justamente lo contrario, que para aquellos años, el sistema presidencial tenía formas muy refinadas de control político, que incluso le permitieron una continuidad apenas salpicada por un discurso opositor minado por el esfuerzo de consensos. La desviación deber llegar a pensar que el sistema presidencial heredó prácticas en el 2000, sobre las que se asienta la continuidad de un autoritarismo en campaña electoral permanente,[20] cuya legitimidad parece solo sostenida por una solemnidad de poca estofa en la que se mueven instituciones, funcionarios y representantes.
Entonces, el retrato de la versión oficial de la masacre importa sólo en cuanto descripción de procedimientos, en cuanto acumulación ordenada de mecanismos que configuran formas de perversidad colectivas. De la mano de que se trate de un momento de jaque al autoritarismo, que hace que una forma de simbolización del poder se agote y se reinvente en lo que ha dado en llamarse, también, el gobierno nacionalista o populista de Echeverría. Aquí distingo que aunque éste no haya encontrado un lugar honroso para muchos, por el gobierno de éste pasó uno de los momentos críticos del sistema priísta, y se sostuvo en el poder.
El análisis de la versión oficial en esta encrucijada debe producir una mirada menos esquemática que aquellas que tienden a hacer foco (quizás porque desde la víctima se trata de una demanda de justicia) en la acción violenta del disparo o la tortura. Así, pensar en las características de la retórica oficial sobre este acontecimiento debiera desplazar la atención de los actos de presencia como triunfos,[21] clave de lectura de las voces que demandan, hacia una comprensión de las rupturas morales sobre las que busca asentarse un pacto social.
[1] Nelly Richard, Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, Siglo XXI, Buenos Aires, 2007.
[2] En esta discusión debemos colocar también el libro de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Siglo XXI Editores, 2006, México.
[3] Richard, pp. 13 a 28.
[4] Pero además, Richard insiste en varios momentos sobre las funciones de la crítica y sobre las características de este desplazamiento necesario y ético hacia los fragmentos y las periferias de la memoria de este episodio traumático. Ver “Pérdida del saber y el saber de la pérdida, p. 170 y ss.
[5] El caso del texto y la irrupción de Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld que se analizan en “El fragmento errático de una actuación en los bordes”, p. 185 y ss.
[6] Tema tocado en “La cita de la violencia: rutina oficial y convulsiones de sentido”, p. 133 y ss.
[7] Desde la retórica de las víctimas: “Guerra de las imágenes”, p. 165.
[8] Idem, p. 133-151
[9] Idem, ver pp. 136-137, 158, 173 y 180.
[10] Aunque son múltiples son las referencias de Richard a las operaciones desde la coalición gobernante también hay referencias a otras, como las del diario El Mercurio: “La historia contada: el archivo fotográfico del año 1973 del diario El mercurio”. Idem, p. 204 y ss.
[11] Ahora me llama la atención que en 1969, Octavio Paz pensara que tras el fin de la revolución mexicana (que él sitúa entre las décadas de 1940 y 1950, es decir, entre los gobiernos de Manuel Avila Camacho y Miguel Alemán) se impusieran algunas transformaciones en el lenguaje oficial. Por su retórica, de un “uso inmoderado de una jerga radical”, para Paz, el pri debía compararse a los partidos del Este de Europa, con la salvedad de que en México, éste promueve una implantación capitalista. Pero Paz ve en la retórica oficial (y en la de los medios) de aquellos años, algo que para seguir a Richard debiéramos denominar torsión: “Sentados sobre México, los nuevos señores y sus cortesanos y parásitos se relamen ante gigantescos platos de basura florida. Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados”. Ante esta torsión de sentidos, Paz imagina un restablecimiento (subrayado mío). El laberinto de la soledad. Posdata. Vuelta al laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 2000, pp. 257 y 274, respectivamente.
[12] “El presente del consenso tuvo que defender su novedad político-democrática -su discurso del cambio- silenciando lo no nuevo (lo heredado) de las formas económico-militares de continuación del pasado dictarorial y ocultando esta perversión de los tiempos con el disfraz del autoaformarse de manera incesante como actualidad gracias a la pose exhibicionista de un presente trucado”. Idem, p. 143.
[13] Allí se tensan aquella “Echeverría o el fascismo” con el “arriba y adelante”, enunciadas por Carlos Fuentes y Luis Echeverría respectivamente. Allí se produce un nuevo pliegue de la retórica del partido, se da un salto en la narrativa oficial, que tras la masacre se volverá mucho más eficiente y polifacética.
[14] En “Las mujeres en la calle (con motivo de la captura de Pinochet en Londres en 1988)”, Richard considera que la detención del dictador logró alterar la programación mecanizada de lecturas del pasado que sostenía la Concertación. Ver, p. 153 y ss.
[15] Esto se desarrolla a lo largo del libro pero está enunciado como problema principal en “Destrucción, reconstrucción y deconstrucción”, p. 29 y ss. Richard ordenaría estas cuatro formas de la enunciación de la memoria, en las versiones oficiales y las contraoficiales. He aquí la primera contorsión simbólica, a partir de la que Richard fundamenta su necesidad de atender a los discursos marginales y fragmentarios. Sólo estos mantendrían algo de la complejidad de la experiencia, sólo aquí se encontrarías las asperezas del dolor. Y estas asperezas son, especialmente, lo que ha quedado fuera del pacto social posdictadura. El movimiento es digno de análisis: el quiebre produce que una versión contraoficial se deslave para reinventarse junto con la antigua versión oficial en una de consenso, enunciada en los hechos en la Concertación gobernante desde la caída del régimen militar. Las partes del polo victimario –como lo llama Richard- que quedan afuera son expulsadas hacia una nueva forma de margen. Las partes que quedan afuera del núcleo duro del discurso irreconciliable de la dictadura también se marginan, los actores en cambio, y ante la contorsión de la oposición pinochetista, encuentra formas de reciclamiento (Richard ejemplifica con el caso de las imágenes de 1973 y el prólogo de Jorge Edwards: “si miramos éstas fotos –escribe Edwards- desde la distancia de la historia, a sabiendas que pertenecen a una época de ruidos y furores que no significan mucho, tenemos la posibilidad de doblar la página”, p. 209).
[16] Paz lo enuncia como posibilidad, pero me interesa la descripción: “Se habría roto así la cárcel de palabras y conceptos en que el gobierno se ha encerrado, todas esas fórmulas en las que nadie cree y que condensan en esa grotesca expresión con que la familia oficial designa al partido único: el Instituto Revolucionario”. Ante las demandas estudiantiles, en consecuencia: “el gobierno prefirió apelar, alternativamente, a la fuerza física y a la retórica revolucionario-institucional”. Posdata, p. 250 y 151, respectivamente.
[17] José Elías Palti, La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Argentina, FCE, 2003, p. 62 y ss.
[18] Renovación discursiva acompañada de un pacto curioso con Fidel Castro en Cuba y con la ruptura de relaciones, en 1973, con el Chile pinochetista.
[19] Este comprender unido a aceptar, tiene a su vez, varias dimensiones. Ingresar en este terreno debería llevarnos a discutir mecanismos de control políticos y prácticas públicas deshonestas (cuyas marcas en el lenguaje son ya inocultables: se trata de un diccionario de neologismos políticos mexicanos en ciernes que debería contener y explicar acepciones de palabras y expresiones como acarreo, aviador, compra de conciencias, concertacesión, cooptación, cortina de humo, filtración, ingeniero electoral, pliego negro, tongo, etc.), y que tienen un nivel superior, que sería la propia contorsión del discurso oficial, que mantiene una retórica asistencial mientras desarma el sistema asistencial, de llamado al diálogo mientras se criminaliza la protesta social, como también se dice.
[20] Definición encontrada en un panfleto sindical.
[21] Que posee una vertiente subjetiva de contornos generacionales, y que ahora sólo señalo como una reverberancia de las discusiones mi reporte anterior.