martes, mayo 30, 2006

Charcos de sangre y democracia*

* Leido el martes 30 de mayo, en el Foro sobre la importancia de esclarecer los delitos del pasado. Cencos, ciudad de México.

La locura, la falta de sentido, pienso en Foucault, tiene mucho que ver con la ruptura de la ley, con la ruptura del sistema jurídico, con la resolución arbitraria de conflictos, sin consenso, sin lógica general. Dejar al margen de la ley a ciudadanos, enloquece. Un mundo que gira para unos, mientras que para otros se ha detenido, en la tortura o la desaparición, en un sótano, pero también en la eliminación de los derechos, en la imposición, hace estallar las cuerdas, como escribió Juan Rulfo.
María Reyes Urioste, en Santa Lucía, enloqueció cuando secuestraron a su marido, Juan Flores, en Las Palmas. / Margarita Nava, de San Vicente de Benítez, apenas si quiso comer después de que desapareció su esposo, Agustín Flores Jiménez. Hoy tiene una embolia y ojalá dure algo más. / Elba Fuentes Organista, que ahora vive en La Remonta, no quiere recordar sus 15 años, pero los recuerda. Recuerda la música a todo volumen y los gritos de la tortura en Pie de la Cuesta. Gritos que también fueron suyos, cuando fue torturada frente a su padre, vejada. Su madre, también torturada, Joaquina Organista, vive rodeada de miedo, sin poder caminar, atenta a los ruidos todo el día. / Alejandra Cárdenas, reconoce que habla porque como pocos ha podido ir al psicólogo, a terapia. Yo era ‘pequebú’, dice. Su relato es de una celda de un metro y medio cuadrado, en la que había un excusado y varios presos, todos con diarrea, todo el tiempo, en la cárcel clandestina de ‘El Ferrocarril’, también llamada ‘El trenecito’, en Acapulco. / A Apolonia, esposa de Aurelio Díaz Fierro, desaparecido, de El Quemado, le dijo el hermano del ex gobernador Nogueda Otero, que Aurelio había sido tirado al mar. Que si quería llorar, que llorara. / Irineo Dorantes, de Valle Florido, recuerda lo último que su padre le dijo a su madre antes de desaparecer para siempre: ‘vieja, ahorita regreso’. A su tío, Albertano Dorantes lo colgaron de un árbol, porque cuando lo detuvo el ejército ‘opuso resistencia’. Los dos están desaparecidos. / A Crescencio Alvarado, de San Juan de las Flores, lo interrogaron para ver si sabía de Lucio. Crescencio no sabía nada, pero la tortura fue tan brutal que le ‘chisparon los codos’ de tanto doblarlo. Los muestra, inservibles. Dice que mientras lo torturaban “deseaba haber andado con Lucio”. “Como quien dice, me caparon, pues” agrega. / Sixta Radilla, de El Ticuí, ya no tiene fotografías de su marido, Adaucto Olea, desaparecido, de tanto que las repartió buscándolo. Han pasado treinta años, y Sixta sigue vistiéndose de negro, todos los días. Antes de ser detenido por el ejército, Adaucto le dejó diez hijos, que Sixta mantuvo lavando para afuera. / María Argüeyo, es hija de Francisco Argüeyo, desaparecido. Dice que dicen que a su papá lo enterraron en Puerto de la Vela, con una mano afuera. Fue novia de Prisciliano Mojica, a quien el ejército quebró las piernas a balazos, antes de darle el tiro de gracia en Agua Zarca, en 1974. ¿Por qué habrían de olvidarlo? O mejor, ¿cómo podrían olvidarlo? Tenemos que entender el carácter paradójico del olvido y la memoria, para entender que estos crímenes están más allá de la agenda mediática de una sociedad atormentada por el consumo.
“Entre charcos de sangre no se puede avanzar a la democracia...” dijo hace una semana el general José Francisco Gallardo. Porque es entre charcos de sangre que ha transcurrido la historia reciente de México. Y sigue transcurriendo. Y hay quien piensa que solo nuestro vicio más fácil parece ser útil para sacarnos del atolladero del presente: la negación. La negación de un país dividido entre muy ricos y muy pobres. La negación, de que solo a sangre y fuego y entre charcos de sangre, puede construirse un país injusto, pero habitado por hombres que se resisten a perder su dignidad. Los charcos de sangre son la consecuencia necesaria de una sociedad que garantiza la impunidad de unos; y la desnutrición de otros.
Pero la razón por las que esos charcos no pueden ser negados, es todavía más sencilla y contundente que la memoria en la cabeza de las víctimas: afrontar la historia violenta del país, castigar a los responsables de crímenes de lesa humanidad, es un eslabón ineludible en la construcción de un país civilizado. No existe globalización capaz de negar estos crímenes, aunque a veces así parezca. No existe crecimiento económico que pueda tapar el dolor de Sixta, de Apolonia o de Irineo.
Desde el gobierno del Presidente Fox, y hay que denunciarlo, hay voces que sostienen que no hubo ni hay desaparecidos en México, sino simplemente muertos. Lo había dicho antes Rubén Figueroa, ex gobernador del Estado de Guerrero en los setentas. Lo había dicho antes, en 1978, el ex procurador Óscar Flores Sánchez, ni desaparecidos, ni presos políticos, ni Brigada Blanca. Lo dijeron muchos otros.
Es importante aclarar una vez más, porque un desaparecido no es un muerto. Incluso para que lo entienda el presidente. Un desaparecido es alguien a quien el Estado negó, al ocultarlo de sus familias, sumergiéndolo en sótanos, cárceles clandestinas y campos de concentración. A quien el Estado negó, borrándolo de los archivos públicos, eliminándolo de entre su población, como se si se tratara de una hierba que consideró mala. Del que no supimos más.
El Estado Mexicano, una institución que para muchos apenas sirve para otorgar certificados de nacimiento y defunción, es decir, para demostrar la existencia de una persona; dispuso de una maquinaria para negar estos dos últimos y principales derechos. Sus funcionarios detuvieron y trataron a miles de personas en su condición de ‘desaparecidos’, desprovistos desde su detención de su vida, de su voz, de su existencia, a los que además torturó como si exprimiera naranjas en soledad.
La desaparición forzada fue aplicada a ciudadanos considerados enemigos. ¿Enemigos de quién? De un Gobierno, de ciertos intereses, de negocios de particulares incluso, poco importa. Pero no enemigos del Estado. El Estado fue utilizado entonces, por el gobierno, para eliminar a ‘enemigos’. He ahí el problema de base. Ningún gobierno puede usar al Estado para que éste se ataque a sí mismo: es decir, para atacar y destruir a su propia población, parte constitutiva de su existencia. Porque incurre en una traición, que merece justicia, ejemplar.
¿Y por qué un Estado puede concebir la muerte –incluso a sangre y fuego, en un enfrentamiento- de un ciudadano, pero no la desaparición forzada? Porque la desaparición forzada no sólo supone el asesinato del ciudadano, sino la eliminación de todos los derechos del ciudadano, un crimen a la ciudadanía, una traición a uno de los pilares del país, y por ello considerado uno de los más graves crímenes. Crímenes que le restan sentido a la humanidad.
Y estos son crímenes que le restan sentido a México. Cada día que se mantienen impunes, el país se devalúa, sus instituciones se devalúan, sus funcionarios se devalúan, sus medios de comunicación se devalúan. Mucho más ahora que tenemos una idea más clara de lo sucedido.
Al entorpecer, boicotear y detener nuestro trabajo de investigación, de manera imperiosa y violenta, el Fiscal Especial Carrillo Prieto, ha demostrado que su interés no es esclarecer el pasado, sino ‘aparentar’ que busca castigar a los culpables, mientras responsabiliza una y otra vez de sus fracasos a ‘oscuros intereses’, que de tan oscuros no logra identificar. Detener la investigación es un paso a favor de la impunidad, que hoy se encuentra avalado por todas las instituciones superiores de gobierno. En esta situación, los fracasos de la fiscalía no parecen ya fruto de la impericia, estulticia o de un cegado afán de lucro; sino producto de la premeditación.
El Fiscal Especial ha perdido el sentido de su trabajo, y debe renunciar inmediatamente. Por su parte, el Presidente de la República, debe presentar el Informe cuanto antes y promover un proceso de reconciliación nacional. No hacerlo, dejaría todo en manos de tribunales internacionales, con un antecedente más en la lucha de un pueblo marcado por administraciones y gobiernos cobardes.
Los caminos de México no son muchos: dignificar la labor del ejército negándole labores de policía; dar cuenta cabal de los detenidos desaparecidos, sin permitir la impunidad; reparar en lo posible el daño causado a las más de 10 mil víctimas vivas de la guerra sucia; resolver la separación existente entre justicia y legalidad, que impera en el sistema jurídico; y abrir completamente los archivos de todas las zonas militares del país y profundizar la investigación sobre el paradero de los desaparecidos; o el sinsentido, la eterna redición de charcos de sangre.

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